¿Qué somos?

Un relato sobre el fin de una relación y la necesidad de dejar partir

Belinda

11/29/20256 min read

A woman sits on a couch holding a child on her lap, while another child stands by a window with curtains partially drawn. The scene is lit with dramatic light and shadow, creating a contrast between illuminated areas and darker parts of the room.
A woman sits on a couch holding a child on her lap, while another child stands by a window with curtains partially drawn. The scene is lit with dramatic light and shadow, creating a contrast between illuminated areas and darker parts of the room.

—Ya está lista la comida —me miras con ojos suplicantes, pero esquivo esa mirada de cachorro abandonado que lo único que busca es hacerme sentir culpable.

—Me acaba de llegar un e-mail muy urgente, tengo que terminar una cosilla. Ahora voy.

Ahora sí me fijo en ti y te veo, de espaldas, eso sí, para que no puedas ver cómo te observo. Sales de la habitación y, en mi ordenador, tecleo con fuerza para que mi mentira se oiga a través de la puerta, mientras lo único que hago es buscar vídeos en YouTube y mirar mis redes sociales.

Pasan las horas y sigo encerrada en mi despacho, mientras te oigo, tan lejano, jugar con los niños y cerrar la puerta mientras salís para ir al parque. A veces, también te escucho pelear con ellos para poder ducharlos. Quiero salir, bañarme de esa felicidad que os acompaña, pero tengo miedo de encontrarme contigo.

Vuelves a mi despacho y llamas con delicadeza. Tu mirada de corderito entra contigo y no puedo soportarla.

—A ver, ¿tan urgente es eso? No has descansado ni un minuto —con sentimiento de culpa, bajo la tapa del portátil y respiro hondo, esperando una reprimenda por tu parte—. A veces creo que te olvidas de que tienes una familia.

No, no me olvido. Lo sé, lo siento y duele. Me duele tanto que no puedo más que sufrir, porque no quiero que esto me pase. Quiero a mi familia, pero no me gusta cómo estamos, como soy.

—Ya voy. Ha sido un día complicado. Además, ya sabes que trabajar desde casa al final es una putada porque no controlas el horario.

—¿Quién? ¿Yo no controlo el horario? O tal vez eres tu la que no lo controla… Es tan fácil como ponerte una alarma o mirar el reloj de vez en cuando. ¿Vas a dar un beso de buenas noches a tus hijos o también los vas a ignorar?

No puedo, tus palabras me hieren, pero duelen más por la verdad que hay en ellas que por tu intención de hacerme daño.

Sí, no puedo decírtelo, las palabras no consiguen salir de mi boca, pero me estoy refugiando para no hablar contigo. No puedo verte como te veía antes, para mí ya nada es lo mismo.

Te vuelves y me das la espalda con un aire de superioridad que me enerva. Me jode que tengas razón, pero lo que más me jode es que hago todo esto para no estar contigo y los que sufren las consecuencias son mis hijos.

Lo estoy haciendo mal, muy mal, pero no sé hacerlo de otra manera.

Aún espero un rato más. Te oigo farfullar y, aunque no entiendo lo que dices, sé que estás hablando mal de mí.

—Papá, papá, ¿nos lees un cuento?

—¿Le pasa algo a mamá? Hoy tampoco ha podido estar con nosotros.

—Chicos, chicos, no os preocupéis. Es que mamá está pasando una temporada de mucho trabajo y no puede estar con vosotros todo lo que le gustaría. Pero, ya veréis que en unos días todo estará mejor.

—Eso ya nos lo dijiste ayer.

—¿Y son muchos días? Yo quiero que venga mamá a darnos un beso.

Con paciencia, los calmas, lo puedo escuchar a través de la puerta. Cuando por fin, el sueño vence a nuestros trogloditas y la casa se queda en silencio, de la nada, tus pasos hacen eco en su camino hasta nuestra habitación.

Miro el reloj y calculo cinco minutos, el tiempo que sueles tardar en dormirte, para salir de la jaula que me he buscado.

Intento no hacer ruido, por eso cojo un poco de la cena que ha sobrado y, sin calentar, hago el esfuerzo de comerla.

Siento repulsión porque no quiero hacerlo, no quiero cenar. Sé que la has cocinado tú, con tu natural perfección para experimentar en tus guisos y no soporto tener que reconocer que eres jodidamente bueno, tan jodidamente bueno que das asco.

De pronto, un ruido que no esperaba se oye por el pasillo. Son tus pasos y yo tengo la boca llena con las albóndigas frías que dejaste en un plato para mí.

Tus pasos se escuchan cada vez más cerca y no tengo escapatoria, no hay una salida, una vía de escape. Por esta vez, me voy a tener que enfrentar a ti sin poder poner ninguna excusa.

Cuando te veo aparecer por la puerta, consigo tragar las bolas de carne que aún tenía marcando mis mejillas y bebo un vaso de agua con rapidez, intentado buscar una justificación absurda.

Sin necesidad de ensayar, o tal vez, sí, la llevaba ensayando muchos años, pongo mi mejor sonrisa para recibirte.

Entonces, tu rostro cambia. Tus ojos pasan de soportar la tristeza de sentirse abandonado y tener un rayo de esperanza y me intentas besar, pero no quiero sentirte cerca. Y vuelvo a mentir.

Empiezo a toser, queriendo hacerte creer que me he atragantado con el agua. Entonces, sí, llega lo inevitable.

—Marta, ¿qué soy para ti?

—Pues, no sé… El amor de mi vida. ¿Por qué?

Hasta tú te das cuenta de lo falsa que puedo llegar a sonar.

—¿Y por qué me esquivas?

—¿Por qué piensas eso?

—Ya no me miras.

—¿Cómo que no? ¿Y ahora, qué estoy haciendo?

—No, Marta, eso no. Me miras, pero no me ves, no me buscas.

Mentira, te veo más de lo que necesitaría.

—Bueno, es una mala racha, estoy intentando coger el ritmo del trabajo, pero, en cuanto lo tenga volveremos a la normalidad.

—¡Joder, Marta! No soy un niño. Te conozco como la palma de mi mano y sé que me estás mintiendo.

—No sé a dónde quieres llegar.

—No te hagas la tonta. Ni siquiera quieres que te toque —miro al suelo porque es cierto, te rechazo. Pero no lo hago de manera consciente, me sale instintivo—. Yo te quiero, te quiero un huevo. Te quiero, Marta. Te quiero más que a mi propia vida. Puedes pedirme lo que quieras que yo lo haré porque yo te quiero.

Pero no quiero pedirte nada.

Respiro hondo para coger fuerzas. Me gustaría decirte lo que me pasa, pero yo tampoco lo sé.

—Es que, no sé, Javier. Te juro que no sé qué me pasa. Es cierto, no quiero que me toques, no quiero que me abraces y mucho menos quiero sentir tus labios cerca de mí.

—Pero, ¿por qué? Yo he hecho todo lo que ha estado en mi mano para hacerte feliz.

—Exacto. Ahí está, ese es el problema que tú has hecho todo y poco a poco me has echado a un lado. Que si mi comida no te gusta a ti, entonces tampoco a los niños, que lo hago mal. Que si quiero pintar una pared de amarillo a ti no te gusta y, entonces, tiene que ser azul. Que si quiero comprar un bolso rojo, que a ti te parece mejor el verde. Que si necesitamos un armario lo elija yo, pero luego lo quieres devolver porque ese no es tu estilo. Y así, poco a poco, yo he dejado de ser yo para ser solo tu sombra. Esta casa no es mi casa, es solo tuya. El sofá no es mi sofá, no me gusta, es solo tuyo. Como todo en esta casa.

—Pero tú me dijiste que estabas enamorada de esta casa junto al lago y la compramos por ti.

—Pues has convertido mi amor en una pesadilla, porque ahora odio estar aquí.

—¿Qué quieres decir? ¿Ya no quieres estar conmigo?

—No lo sé, Javier. La verdad es que no lo sé.

Sales de la cocina enfadado, pero yo me siento más aliviada. Ese era el problema, que entre toda tu perfección nunca dejabas hueco para mis defectos. El único espacio que pude encontrar para mí en nuestro hogar era el despacho que insistí en acomodar para trabajar en él.

Entras de nuevo en la cocina, esta vez, hecho un basilisco y empiezas a hablar de una manera que no reconocía en ti.

—No es justo que me eches todo eso en cara, Marta. No lo es. He hecho todo por ti, he venido hasta aquí para ti, me esfuerzo todas las tardes, cuando salgo de trabajar, en cuidar de los niños y preparar la cena para que tú puedas trabajar.

—Has hecho eso solo durante unos meses, Javier, porque ni para eso me apoyabas. Ya tuve que plantarme para que entendieras que yo no tenía vida. Eso que llevas haciendo cinco meses lo llevo haciendo yo años. Ahora sabes lo que se siente.

—Pero las cosas se hablan.

—Y cuando se hablan, se espera que la otra persona escuche, pero para que tú hagas ese esfuerzo por mí, tengo que llegar al límite, ponerte un ultimátum. Y ya me he cansado de bailar tu música hasta que me doy cuenta de que no es la mía.

—Por favor, Marta. No digas eso, no me digas eso.

—Lo siento, no puedo seguir fingiendo lo que no es. No puedo. No me sale durante más tiempo.

Me miras con ojos llorosos. No me doy cuenta, pero yo también estoy llorando y empiezo a sentir la humedad de las lágrimas recorriendo mis mejillas.

—No puedo creerte, Marta. No puede ser que terminemos así.

—De alguna manera había que hacerlo.

—Yo he hecho todo por ti.

—No puedes culparme, porque yo también lo hice… hasta que ya no pude más.

—Pero, Marta, y ahora, ¿qué somos?

—Nada, ahora somos nada.